Víctima

Comentaba el otro día en Facebook que lo del pueblo ese que quemó y disparó a Puigdemont en un acto (que es una tradición centenaria) me parecía chusco, algo que poseía una indudable violencia simbólica, y que yo creía –y sigo creyendo- que habría que cambiar. Desde dentro, este tipo de ritos ancestrales no tienen la relevancia y la trascendencia moral que se les atribuye desde fuera, pero viendo hoy las imágenes me sigue pareciendo muy bruta esa personalización del mal (y aún peor cuando se la caracteriza con simbología política: la estelada y el lazo amarillo).
Resultado de imagen de victimhoodSin embargo, la sobrerreacción que está generando es muy característica de un fenómeno que ya no es nuevo, y que va a más: la consolidación de una cultura de la victimización, y del agravio. Poco a poco se ha ido pasando de la lógica compasión y empatía con respecto al sufrimiento de las víctimas, a la atribución de un estatus moral superior a la víctima por el hecho de serlo, a su beatificación. El resultado es que todos queremos ser víctimas, es algo que mola, da prestigio, y fuerza a nuestros argumentos. Además, si todos son víctimas, no voy a ser yo menos, no vaya a ser que me identifiquen con los verdugos. Total, que casi todos somos ya víctimas, de un modo o de otro, por una razón o por otra.
El procès catalán es casi un paradigma perfecto de fenómeno social casi invadido por completo por esta cultura del victimismo y de la búsqueda continua del agravio. Al ya de siempre e inherente carácter victimista de todo nacionalismo, se añade esta última tendencia hacia la canonización y entronización de los seres que sufren la horrible maldad ajena. El resultado es entre grotesco y tragicómico. En todo esto hay un algo de masoquismo, y de autocompasión; hay también algo de visceralidad y de enajenación en el odio al supuesto enemigo. La cosa contiene, asimismo, cantidades considerables de autocomplacencia y narcisismo colectivos: "Somos gente de paz, somos gente cívica, somos la buena gente, som millors..." Y puesto que somos buenos, y dado que los otros son peores y no lo reconocen; dado que son más fuertes que nosotros y no nos hacen caso en nuestras reivindicaciones necesariamente justas; como consecuencia de todo esto, inferimos que somos víctimas, víctimas nobles de una injusticia perpetrada por un enemigo que es la pura encarnación del mal, de la arrogancia, de la bestialidad y del garrulismo.
Ya ni hace falta proporcionar argumentos racionales que justifiquen o hagan aparecer como válidos nuestros puntos de vista. Lo que se lleva y funciona ahora es buscar un buen agravio, algo que nos permita autoconcedernos el titulito de víctima, y el de poseedor de “la razón”.
A veces se es víctima de forma real y objetiva, a veces se comparte raza o sexo con una, varias o un número indeterminado de víctimas; en ocasiones la victimidad consiste en estar relacionado de una u otra forma con una víctima propiamente dicha (familiares, amigos, etc); otras veces se pertenece a un grupo en teoría más victimizado que otros grupos. Da igual, el caso es buscar como sea el estatus moral superior que otorga el ser considerado un ser sufriente y víctima de la injusticia (o al menos más sufriente y débil que la media).
En algunas ocasiones hay seres perversos que relativizan tu condición de víctima, y es entonces cuando toca manifestar tu indignación sagrada: "¡Sufro mucho, muchísimo, y tú eres responsable de mi sufrimiento, o cómplice del mismo, eres un psicópata, un ser sin moral…!" Ser víctima es un transformador automático del odio en el amor. Si consigues que se te reconozca dicho estatus, entonces tu odio está justificado –no solo comprendido-, y llega incluso a ser confundido, e incluso admirado, como una forma casi de amor al prójimo. Otra transformación automática que proporciona el ser reconocido como víctima, quizás la más importante, es la de la conversión de no-argumentos (argumentos no válidos o absurdos) en expresiones autoevidentes de la verdad que avalan reclamaciones legítimas y propuestas de solución adecuada para todos los problemas. ¿Cómo podemos solucionar el problema “x”? Es muy fácil, preguntemos a las víctimas, ellas saben. ¿Es justa la reclamación “y”? Es fácil, si el reclamante tiene atribuido su estatus de sufridor inocente, entonces tiene razón, en general, y decir lo contrario le convierte a cualquiera en verdugo y hasta en torturador, en sádico instigador de su sufrimiento.
Otra cosa fantástica de ser considerado víctima es que solo tú eres responsable de la medición y valoración de la intensidad de tu sufrimiento: "Soy víctima, y sufro muchísimo, incluso más que muchísimo, así que vosotros tenéis la obligación de compadecerme también mucho"; so pena de ser considerados seres no empáticos y miserables. Si alguien se atreve a poner en cuestión, no ya la existencia, sino dicha intensidad del sufrimiento, por el motivo que sea, eso en sí mismo es razón más que suficiente para considerarlo un enemigo de la humanidad, y echarlo del debate (como mínimo).
En mi caso el asunto está algo jodido. Porque yo no soy una víctima a nivel individual, y encima pertenezco al grupo opresor por excelencia: macho, blanco, heterosexual, y español (aunque supongo que a nivel internacional sería aún peor ser estadounidense). Así que la cosa se presenta chunga, sobre todo en las redes sociales. Tengo la no-razón por sistema, mis puntos de vista carecen de fuerza, incluso están afectados de la sospecha (o la certeza) de no ser  más que la manifestación consciente o inconsciente de mis intereses como miembro del grupo opresor. Mi estatus moral está por los suelos, y así no hay quien discuta, porque dicho estatus tiene una relación estrechísima también con mi estatus epistemológico: no puedo saber, no puedo conocer más allá de mis intereses y de mi voluntad de poder, que es, encima, la del grupo más opresor (a estas alturas podemos decir que esto es ya el nuevo Credo). Es hablar de feminismo, o de Cataluña o casi de cualquier cosa, y al poco ya estoy sintiendo –a veces solo imaginando, a veces más que eso- que mis puntos de vista son despachados con desdén como pura propaganda opresora, ya sea porque son fruto de mi mala fe y de mi egocentrismo, o de mi alienación. Mis propuestas no valen casi nada, carecen de peso. Por otro lado, si me atrevo a decir que me duele o me molesta algo, la reacción suele contener una mezcla de indignación, de incredulidad y de cierta hilaridad rediculizante: "¡Pobre Alfredito!" o "¡Uy, cuánto sufre el machuno!" o quizás "¡Qué pena el españolito, qué miedo le tiene a un pueblo desarmado y sin medios para hacerle ningún daño que sólo busca…!" Etc.
La cosa tampoco es que me traumatice, pero hace unos meses decidí que era mejor dejar de asomarme por las redes sociales, y guardarme mis sermones para mí mismo, o para los que no tienen más remedio que sufrirlos a mi alrededor más inmediato, porque tampoco era plan de seguir perdiendo el tiempo. Y así estuve por un tiempo (poco). Hasta que cambié de nuevo de opinión, y decidí que mi diarrea mental necesitaba alguna salida. Y aquí estoy de vuelta, haciendo uso de mi derecho a la libertad de expresión, dando la tabarra al personal en Facebook y en Twitter, ganándome quizás incluso algún que otro enemigo. Por supuesto, no puedo dejar de estar aquí también para tratar de consolidar mis privilegios de NO-víctima (eso es así, lo quiera o no; alguno y alguna hasta me lo medio jura por el nombre de ciertos epígonos/as conscientes o inconscientes del gran Michel Foucault).
Lo triste, y paradójico, es que más de uno estará pensando: "Vaya, tanta monserga sobre las víctimas, y al final resulta que estamos ante otra más". Y puede que hasta tenga razón, porque esto del victimismo es un vicio casi irresistible, y contagioso, y uno es un vulgar humano de voluntad no tan férrea.
O sea, que háganme caso y denme la razón, porque yo también soy una víctima, de las víctimas.
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NOTA: Para redactar esto me he inspirado en mis experiencias personales en las redes sociales, y también en algunas lecturas, como esta.

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